
TOP 2030: Liliana Monsalve – Sal de la tierra para volver a la tierra
Sal de la tierra para volver a la tierra
Me llamo Liliana, pero prefiero que me digan Lilo, como las flores. Nací en el campo, crecí con las plantas, los caballos y aprendí a nadar en el río. Soy sinestésica, relaciono varios sentidos cuando escucho una palabra, siempre imagino su color, sabor y textura, incluso algunas personas no eran de mi agrado porque sus nombres no tenían un buen sabor.
Desde muy pequeña tenía claro mi compromiso con el mundo, no sabía muy bien cómo hacerlo pero me esforzaba por estar presente en ayudar. Gracias al voluntariado encontré mi lugar, trabajando con las poblaciones más vulnerables, especialmente con niños, niñas y jóvenes con los cuales encuentro gran empatía para pensarme las diferentes metodologías de trabajo, la forma de traducir los conceptos a un lenguaje familiar y crear lazos significativos.
Soy comunicadora del mejor lugar para amar la vida, la Universidad de Antioquia. Antes de terminar mi carrera decidí regresar a mi territorio a devolver mis aprendizajes a la comunidad porque siempre he pensado que nuestra misión no sólo está en encontrar nuestra propia felicidad sino también compartir esos talentos con otros, mostrar que se sale de la tierra para volver a ella alguna vez, que nunca dejas de pertenecer. Mi proyecto está enmarcado en los objetivos desarrollo sostenible: 4 (educación), 5 ( equidad de género) 10 (reducción de las desigualdades), 16 (paz, justicia e instituciones sólidas) y el 17 ( alianza para lograr los objetivos).
De la mano de otras organizaciones, actualmente trabajamos con aproximadamente 200 jóvenes del municipio de Concepción Antioquia en espacios de educación no formal que fortalezcan las habilidades para la vida, ampliación del concepto de sororidad, procesos de inclusión a la educación superior, procesos de participación ciudadana y derechos humanos enmarcados en proyectos de innovación social que vienen construyendo los niños, niñas y jóvenes para realizar con su comunidad rural y urbana.
Y un cuentico….
Vocación.
Tenía nueve años, tal vez más, tal vez menos, no lo recuerdo. Ella pasaba frente al portón de la casa, sus manos temblorosas, arrugadas de tanta vida sostenían dos bolsas negras. Eran pesadas, lo podía ver en su cara. No lo pensé, salí a su encuentro. Tomé la más grande, le dije que la iba acompañar.
Caminamos por las calles del pueblo y cuando se había acabado el adoquín, el pasto nos empezó acariciar los zapatos. Aparecieron flores de todos los colores, los arroyos, vimos las primeras estrellas que se asomaban a lo lejos.
Hablamos de todo; del clima, de las palomas, de la maleza que crece junto a la casas, el color de la tarde. Llegamos a un campo baldío donde había vacas y sentí mucho miedo. Tomé aire y rogué al ángel de la guarda para que no me embistiera. No me vestí de rojo. Pensé. Suspiré de tranquilidad.
Su casa estaba cerca, una parcela solitaria y fría. Descargamos las bolsas y nos sentamos en el corredor, sus ojos gritaban de agradecimiento, no tanto por la ayuda sino porque se notaba que hace mucho tiempo no conversaba con nadie.
Fue directo a la cocina, buscó entre sus trastos viejos y el pilón del maíz algo significativo para regalarme. Lo único que encontró fue unas arepas de mote. Un poco avergonzada me las dio como agradecimiento. Un abrazo cerró nuestro pacto de amistad. Nunca supe su nombre.
Tomé aire para pasar por el mismo camino. Regresé con la tranquilidad intacta por haber hecho lo que debía hacer.
Cuando llegué a casa, vi a mi madre con lágrimas en los ojos, mientras todos decían en coro: apareció, allí está.
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